martes, 24 de noviembre de 2009

LOS NIÑOS DE KERGALO (X). Películas de blanco y negro.


Han pasado tantas cosas y tan intensas desde que desembarcaron en esta playa, que me parece fue hace mucho. Pero no es así. Aunque no estoy muy al tanto  del día del mes en el que vivimos, ni tampoco el de la semana, mi ordenador me dice que no hemos acabado aún Noviembre y recuerdo que fue tan solo en el mes de Octubre cuando nos visitaron.

Les esperaba con el Patrol aparcado cerca de las tiendas donde los mauritanos comercian con arroz y aceite . Solo conocía a uno entre aquellos españoles que esperaba: aquel hombretón con mirada de gnomo inteligente, cejas arqueadas y trazas de soñador, David.

De todas formas no iba a ser difícil reconocer a un grupo de blancos entre el bullicio de los aledaños del mercado de Barra, en donde la marea humana multicolor salida del Ferri que cruza la bocana del Río Gambia se vierte sobre el ya turbulento y pintoresco escenario local, siempre agitado por el desasosiego de vender algo y ganar el difícil pan de cada día : porteadores que corrían temerarios alrededor de cualquier vehículo que llegara cargado de pasajeros en busca de un servicio, muchachos ofreciéndose a llevar los bultos de  viajeros en busca de vehículo, voceadores anunciando los diferentes destinos de los taxis “siete plazas” y las “guele-gueles”, esas inefables furgonetas de alto riesgo, a las cuales por estas tierras se les exprime su penúltimo viaje antes del desguace , merecido años atrás, que forman el grueso de la flota de transporte colectivo en el tercer mundo, partiendo siempre llenas a reventar y rodeadas de un avispero de jóvenes, la mayoría de ellos malienses o guineanos que ofrecen a los pasajeros hatillos de cinco barras de pan agitándolas en alto junto  a las ventanillas.

Hombres que arrastraban por los cuernos a carneros espantados, vendedores de cualquier cosa una gran parte de ellos, niñas que ofrecían con sus bandejas sobre la cabeza plátanos, maní, bolsitas de agua fresca a dos dalasis. Un decorado de viejas construcciones cuyas paredes parecen estar hechas para acomodar cualquier puestecillo levantado con cuatro tablas, y protegido del sol con lo que fuera, donde se alinean un sin fin de hombres, mujeres y niños de un mundo en donde , a falta de puestos de trabajo, el comercio de lo que sea es la angosta salida para ganarse el jornal.



No sé que era más llamativo, si ese grupo de blancos que se acercaban bajo un sol que a esa hora cercana a la canícula empezaba a ser de justicia y sobre los cuáles empezaban a ser evidentes sus efectos, o el enjambre de negros que los rodeaban tratando de captar su atención para venderles pan, servicio de taxi, anacardos o plátanos. En todo caso para cuando llegaron cerca de donde yo esperaba, eran ya una gruesa comitiva que avanzaba abriéndose paso entre una marea de personas, siempre con la expectativa dibujada en el rostro de poder dar el pelotazo de venderle a un blanco algo por cuatro veces más su precio.

Una vez pasado el largo, demasiado largo, tiempo, que había sido necesario para que esa maraña caótica de personas que llenaba a diario el escenario en cuestión se acostumbraran al color de mi piel, podía ya estar esperando apoyado en mi viejo coche, junto a los acarreadores de carritos para bultos que se arrependejaban a mi lado, sin que nadie  se molestase en tratar de hacer negocio conmigo. Al contrario, a base de frecuentarlo casi cada mañana, empezaba a ser parte de ese paisaje, y era ya en muy contadas ocasiones que algún despistado, no habitual a ese zoco, pasase a mi lado soltando con la cara torcida la cantinela de “tubaaaaab” ("blaaancooo ¡¡").

Habían sido ya infinitas veces en esos años pasados las que a base de encabronarme al principio, y echándole sonrisas al final, les devolvía el peculiar saludo contestándole “¿Cómo va la mañana , negro? O si prefieres te lo digo en fula, en wolof o en mandiga,  lo que prefieras...”. Por fin parecía que habíamos llegado a una entente cordial de saludarnos de otra manera, tras explicarles a la brava y repetidamente que eso de llamar a la gente por su color no estaba bien, y que “Blanco” y “Negro” eran nombres para un bonito caballo, para un perro, o para el gatito de su madre, que no para mí ni para él. No había sido fácil , por esa consustancial manera que tienen de relacionarse las personas de culturas más próximas a la naturaleza basada en estructuras de poder e hiladas sutilmente a través de relaciones donde abundan los gestos de imposición, más la final nos habíamos abocado  ambas partes a respetarnos cordialmente.

Dadas las reglas del juego imperante, no había como lanzar señales claras de que aquí no íbamos a hacernos daño nadie.

Tras ese tonto pero incómodo juego propio de la vida salvaje, acababas descubriendo que no había ninguna maldad en esas personas, solo que habían sido hasta ayer mismo cazadores y todas las tácticas de obtener ventaja sobre su presa eran aplicadas a rajatabla en sus relaciones humanas, siempre marcadas por la necesidad de ganarse la vida: la intimidación tendente a establecer de entrada una jerarquía beneficiosa, el disimulo, la trampa y la celada, el velar su juego al contrario, engatusarlo, marearlo y despistarle, ocultar siempre y en todo caso la verdad, todo era producto de lo mismo: la sabana y la selva ya no ofrecían al africano esa manera de sobrevivir, y era en esta incipiente urbanización de la vida a donde se habían trasladado todas sus artes cinegéticas. Esa perculiar y arcaica manera de luchar por la existencia era ya tan solo una forma de vida. Había bastado entender, al cabo del tiempo, ese ancestral atavismo para comprender de golpe que no era la maldad y el retorcimiento el que hacía tan difícil la vida entre ellos: simplemente eran cazadores, y yo siendo blanco y habiéndome venido a instalar en medio de ellos, siendo por aquí el único de este color, había sido inevitable que te adjudicaran esperanzadamente el honor de ser el atractivo más excitante de una merienda de negros.

Dos años largos de guerra diaria había sido suficiente para que ellos comprendieran que el bocado podía ser , cuanto menos indigesto.






Había recordado muchas veces durante estos años aquel comentario del que fuera mi amigo, filósofo culto, viajero por  oriente y occidente, reciclado a pescador en su pequeña filuca mediterránea  a una edad que el tiempo transcurrido cubría su cabeza y barba de un pelo tan blanco como la vela latina que impulsaba suavemente su barca.

Aquella mañana paseando a la orilla de una  playa bañada por esa luz que solo brilla en el mediterráneo reseco de su orilla africana y en trance ya de abandonar aquella maravillosa isla tunecina donde pasamos tres hermosos años, para recorrer un largo viaje hacia el sur de 7.000 kilómetros y a punto de despedirnos,  mi entrañable  amigo Sid Mongi, el cual  se vanagloriaba en un despliegue de dignidad y fortaleza  frente
 a las acosadoras autoridades locales que trataban de intimidar a los hombres que se dejaban de afeitar y a las mujeres que se cubrían la cabeza, espetándoles que  después de haber conducido su taxi en Bagdad, donde a la sazón se ganaba la vida,  cuando aconteciera la primera guerra del Golfo, bajo la lluvia de las terribles bombas americanas,  no era ya tiempo para él de tener que andar dando explicaciones de por qué se dejaba barba, me dijo mientras clavaba sus ojos en el horizonte:


“Sid Ahmed , en aquellas tierras a las que va, a vd y a mí se nos comerían  vivos”.

Desde una perspectiva no contaminada por la fantasiosa  y colonial mitificación
occidental del África Negra servida en celuloide, y desde el realismo de unos árabes acostumbrados al desierto que difícilmente deja márgen para  fantasear con la realidad, Sid Mongi tenía una prudente visión de las cosas.

Kerkennah, la ancestral Cercina,  una isla donde los titanes hacían de pescadores y a la cual  nuestro admirado Pío Baroja habría de definir toscamente como “una isla miserable donde los lugareños beben el agua de la lluvia”.  Siempre me había preguntado de dónde diablos pensaría Don Pío que provenía el agua que bebían los humanos...y el resto de seres vivos.


 Habían ya pasado unos años de aquella despedida en Kerkennah.

Era maravilloso vivir en paz y desde esa perspectiva esclarecida. Las  excentricidades tan abundantes entre mis convecinos y su peculiar manera de funcionar,  me hacía pensar que a veces ésto era como vivir dentro de un cómic. Un cómic que más allá de la superficie presentaba tonalidades trágicas.

No había sido fácil entender cómo funcionan. La mitología servida por las producciones holliwoodenses poco o nada nos han transmitido de estos pueblos africanos, situados siempre como decorado humano, porteadores casi todos, entre los que sobresalía el “negrito bueno” que servía el té o las copas a los rubios y rubias, la mayoría de las veces vestidos de blanco impoluto, o hacía de capataz traductor, el “negrito de la casa” de quien hablara Malcom X.  Ahora, esos los cazadores de película estaban  convertidos en turistas con sobrepeso a quienes veía subidos en esos camiones del ejercito reciclados para que los guiris pudieran mirar desde dos metros de altura el espectáculo de ese decorado con vida propia que parecía funcionar con un libreto de reparto fuera de control, bullicioso y a ratos apabullante . En donde parecía intuirse que los papeles de cazador, decorado y presa estaban trabucados.

Ya no había lugar para grotescas y repugnantes escenas como aquella inicial de La Reina de África, en donde Humphrey Bogart, antes de asomarse al lugar cubierto de hojas de palma donde los pequeños africanos aprendían la religión de los blancos bajo los acordes de un piano que Audrey Hepburn aporreaba agobiada por el corsé, arroja la colilla de su puro cerca de un grupo de negros que la disputan ansiosamente revolcándose por el polvo ,como los monos del zoo al echarles cacahuetes. La risa satisfecha del personaje nada tenía que ver con la mirada distante y desconfiada de estos turistas de Tour Operador a quienes les habían vendido esas caras excursiones en altas plataformas rodadas con la cantinela entre otras cosas de que no era seguro andar por ahí a ras de tierra.

Como lejano eco de aquella infame escena cinematográfica quedaba el desecho de arrojar desde los jeeps caramelos a los chiquillos que , esos sí, corrían como posesos y se daban de guantadas por recoger las piruletas para ver a quien antes se le pudrían los dientes en una tierra donde no había más posibilidad que escupirlos fuera cuando se les picaban.



Aquellos blancos que se acercaban a pie entre las gentes acarreando sus bultos habían salido de otra historia, eso estaba claro.



Reconocí y abracé a ese hombre que cuando pasó por casa como turista meses atrás para comer destacaba entre el numeroso grupo de turistas por sus amables y decididas maneras, tratando continuamente de hacer que todos sus compañeros de viaje se sintieran bien. Me pareció un hombre considerado. Sería más tarde, cuando de vuelta a España, aquel contacto con África que, habría de cambiar muchas cosas en él, le llevaría primero a crear un web para echar una mano a nuestro amigo y guía que les había atendido en sus vacaciones y que le convertiría a la postre en un benefactor motor para muchas otras iniciativas solidarias.

David había tardado muy poco en volver, enganchado esta vez a un viaje diferente de aquel primero que habría de remover tantas cosas en su interior. Montado a la grupa de la II Ruta del Arroz organizada por Nakupenda .

Aquella tropa era diferente.

2 comentarios:

Historias de África dijo...

amigo, es bonito recordar aquellos dias con tus palabras, fue un emotivo reencuentro, pero mucho más será el próximo... cuento los días para q esa circunstancia se de.
Gracias.. y sigue así... david el incendiario de corazones jajaja

Anónimo dijo...

E si...es increible como con tus palabras puedes encender en nuestros corazones el fuego del amor hacia todos los Niños y Vosotros..ha sido una experiencia que nos ha cambiado la vida y nos ha dado mucha mas fueza..desde el dia que lleguemos a barna pensamos a las personas maravillosas que hemos dejado alli..ahora estamos lejos pero con el pensamiento y con el corazon estamos aun alli con Vosotros...y ruego Dios para que loa Niños no se pierdan nuncan la vida.
Gracias a todos..Chiar y Aitor