martes, 17 de noviembre de 2009

LOS NIÑOS DE KERGALO (VII) . Sergio y la Luna LLena.

Había llegado a La Granja como una pluma es arrastrada por una suave brisa que la deposita cerca de ti como solo se acomodan las cosas con las que hay que tener cuidado.

Era un viajero solitario y su aparente fragilidad de cuerpo y su etérea mirada concordaba perfectamente con la dulzura de su voz cuando por teléfono me preguntó si teníamos habitaciones libres.

Tal vez por ser un deportista de maratón había debido dejar suspendido en el aire que tajaba a su paso al correr buena parte de las rémoras que se nos pegan como queriendo ser parte de nosotros mismos. Era un hombre que tendía indefectiblemente a la expresión de la esencia.

Al día siguiente me acompañó a mis compras en el mercado de Barra. La noche anterior ya habíamos tenido tiempo de hablar de este país y sus gentes. Y también de los Niños de Kergalo.

Antes de salir para Barra le había comentado que ese día tenía previsto  comprar un par de sacos de cemento destinados a reparar el pozo de la huerta de los muchachos.

Días atrás el Profesor me enseñó el pequeño terreno adosado a su compaund,  donde debía de cultivarse algo de vez en cuando , me llevó hasta el pozo de donde sacaban el agua con una larga cuerda atada a un cubo amarillo hecho con un bidón de aceite vacío: la boca del pozo que se elevaba menos de un metro bordeando el agujero se había derrumbado en parte con las últimas lluvias y debo confesar que a mí me dio reparo mirar hacia abajo sin esa barrera protectora tanteando con el pie la firmeza del terreno que abocaba a un túnel que se sumergía poco a poco en la oscuridad a medida que ahondaba en su profundidad de  15 metros, en cuyo fondo un círculo de agua reflejaba el azul de un cielo que nos devolvía la paradoja de la luz que se encuentra al final del túnel..”Tras la dificultad, la facilidad”, me habría de decir semanas más tarde el Profesor con ocasión del mensaje que creyó ver en las camisetas que Nakupenda habría de traer para los chicos.

Aquel pozo cualquier día iba a tragarse algún niño.

A Sergio le pareció muy bien compartir la carga conmigo, de tal manera que uno de los sacos de cemento recayeron sobre su hombro y su bolsillo.

En el viaje le comenté que mi intención aquella noche era ir a cenar con los chavales, pues quería comer el plato que las esposas del Imam  preparaban para ellos con las cosas que cada día les llevábamos. Recientemente habían pasado a preparar el plato del medio día a la cena, tras la puesta de sol, pues según me dijeron, mientras me consultaban si me parecía bien, al medio día algunos chavales no se encontraban por los alrededores por haber tenido que ir al bosque a alguna faena, y porque además hacer de la cena un trago satisfactorio ayudaba mucho a irse relajado a la cama. Lo de la cama era una forma de hablar, claro...Así que le propuse a mi huésped si quería acompañarme, tal vez fuera una experiencia que le gustase...

Recuerdo que ya al pasar por Essau vimos alguna de esas pizarras que anuncian los partidos de fútbol que se televisan en color en uno de esos locales en donde sobre unos bancos corridos los aficionados podían seguir vía satélite los partidos de las diferentes ligas europeas, previo pago de entrada de 10 dalasis.

A Sergio le llamó la atención el anuncio, creo recordar,  del Real Madrid contra el Sevilla. El era un gran aficionado que aún siendo madrileño se contaba entre las huestes del Barça y para más merecerlo había seguido en la Escuela de Idiomas clases de catalán. Le propuse que si le apetecía podíamos venir a verlo esa noche a uno de esos locales que no había yo tenido el gusto de entrar, experiencia que no se encontraba entre las muchas de sabor añejo que te proporciona el vivir en estas latitudes y con las que yo disfrutaba tanto como con mis deambulares por el entrañable mercadillo de Barra. Eso y no otra cosa me sugirió la posibilidad de darnos ese chute aquella noche pues debía de hacer 10 o 15 años que no veía yo un partido de fútbol, más o menos desde que la lúcida de mi mujer decidió, de mutuo acuerdo claro está, poner la televisión lejos de nuestras vidas.


“Si te apetece de verdad podemos ir a cenar mañana a Kergalo” le propuse. Pero él rehusó. El primer plan le atraía mucho más y no estaba dispuesto a canjearlo por ningún otro.

De regreso a casa dejamos como cada día el hatillo para la comida en el compaund del Imam y nos acercamos a darles al Profesor y los chavales las dos bolsas de cemento para reconstruir con bloques el murete circular que lo rodeaba.

Al caer la noche nos acercamos a Kergalo y con Modu nos fuimos los tres a probar el arroz de los muchachos.

Sentados en la oscuridad del patio que enmarca las construcciones del compaund y con una linterna que nos permitía saber donde meter las cucharas que a la sazón había tenido la precaución de llevar conmigo pude saborear a lo poco que sabe un arroz blanco con un poco de salsa de tomate colocada en su cima como una guinda y unos pescaditos en la misma cumbre de esa montañosa masa de blancos granos, y no pude menos que reflexionar sobre esos chicos que se sentían los más felices del mundo últimamente por no pasar hambre. Estoy seguro que acostumbrados desde siempre a una dieta escasa y monótona ni por el más recóndito lugar de su mente pasaba la queja de comer día y noche el mismo plato de sabor y nutrientes, siete días a la semana. El paladar y la variedad es una sofisticación cuando lo prioritario es acallar el estómago.

Y pude constatar cómo los más pequeños devoraban con ansiedad los puñadillos de arroz que se metían en la boca...Excepto echarme al buche dos o tres cucharadas no podía dejar de sentirme abducido ante el sobrecogedor acontecimiento de unas docenas de niños sin padres ni hogar en torno a unas grandes fuentes llenas de arroz blanco, en cuclillas en medio de la oscuridad de la noche matando el hambre a puñetazos...

Se iban levantando apresuradamente a medida que acababan, mientras el último de los más pequeños rebañaba la fuente con una pierna puesta en el disparadero como quien arrastra una maleta por un anden con su tren a punto de salir, sin querer dejarse tras de sí ni un grano en la plaza.

Tras despedirnos de las sombras adultas familiares que trajinaban con los cacharros después de la espantada, Sergio y yo nos dirigimos paseando a la explanada de los muchachos, escasamente separada 50 metros del lugar de la cena.

Entonces entendí las prisas de los chavales: frente a la casa del Profesor sobre un gran círculo de troncos que yo ya había conocido en mis visitas, rodeando un centro de cenizas se alzaba una hoguera en torno a la cual se sentaban aquel manojo de desamparados con sus libretas en la mano. La hoguera a trompazos se volvía inmensa según algunos de los niños arrojaban a ella unos hatillos de yesca y madera menuda que levantaba inmensas lenguas de fuego que daban para alumbrar perfectamente el gran círculo de estudiantes que la rodeaban.

Según nos íbamos acercando eran cada vez más intensas las voces entusiastas que recitaban el Corán hasta convertirse en una algarabía, que por ruidosa que fuera no quitaba a la escena un ápice de una majestuosidad sagrada y por tanto sobrecogedora: por encima de aquella explanada luminosa, tan desoladora y desolada a la luz del sol, en lo alto de un cielo cuajado de estrellas, exactamente sobre aquellos niños una luna llena de una belleza en aquella ocasión indescriptible parecía estar colgada de la cúspide de una columna de fuego, humo, chispas y voces inocentes en este caso de unos niños que aún y estando destinados, por ahora, a dormir sobre el duro suelo tenían aquella noche los estómagos llenos.

Nos mantuvimos escuchando por un tiempo a una distancia prudencial, en silencio, Sergio y yo.

Me sentía sobre cogido en aquel lugar que de pronto bajo las sombras de la noche y el fulgor de las llamaradas había cobrado una dimensión desconocida para mí hasta entonces: en ese escenario desvelado se mostraba ante mí la plenitud de la nada. Porque habiendo nada aparentemente en aquel lugar de pobreza, nada absolutamente nada más podía caber en ese lugar, pleno como estaba de tanta dignidad y belleza.

Cuando nos dimos respetuosamente la vuelta para dejarles con sus alabanzas a Dios, mientras sin pronunciar palabra nos dirigíamos al coche, ambos dos tratábamos de asimilar el significado de lo que aquella noche habíamos vivido, con ese acto magnífico y final de una historia perdida en una pobre y remota aldea de esta parte de África, que a mí me parecía, en esos momentos, el centro de la tierra, el Sancta Sanctorum del Universo.

Estaba seguro que ninguno de los dos olvidaríamos nunca lo que habíamos visto y vivido.


1 comentario:

Historias de África dijo...

fascinante y maravilloso como sigues transportandonos al momento en que ocurria lo que cuentas. Gracias