domingo, 29 de noviembre de 2009

LOS NIÑOS DE KERGALO XI. “Tras la dificultad , la facilidad”


Había sido una gran sorpresa , cuando la víspera de cruzar el río,  Sebastián a la cabeza de un amplio grupo de colaboradores de Nakupenda, me anunció que definitivamente los sacos de arroz que habían destinado para la aldea  de Kergalo eran 30.

Aquel grupo de personas habían desembarcado en esta orilla del río, y  tras reconocer y abrazar a David tuve por fin la oportunidad de saludar a aquel hombre, Sebastián, con el que habían intercambiado correos, y quien yo consideraba un benefactor caído del cielo. Con él , un grupo de mujeres y hombres, representación fiel de las muchas personas más que habían hecho posible aquella intervención:

 Mil quinientos kilos de arroz, de los cuales cuatro sacos se destinarían respectivamente a una familia en condiciones desesperantes cuyo caso había yo querido someter a su consideración, la Asociación de mujeres de Kergalo, la casa del Imam que colaboraba a preparar el plato extra para los chicos y como deferencia se dejaría otro saco en el compaund del Alcalo.  Los sacos destinados a los muchachos acompañado cada uno
de cinco litros de aceite , serían, pues, un total de 26  de 50 kilos cada uno y 125 litros de aceite.




Hasta ese momento  habíamos estado entregando cada día tres kilos de arroz, con sus complementos. Con este cargamento podríamos aumentar a 5 la cantidad, lo cual suponía tres sacos al mes. Incremento que fue efectivo al día siguiente de la visita del grupo.

La generosidad de Nakupenda,  era la generosidad de aquellas anónimas personas solidarias que habían confiado en su gestión y en cuya representación y como parte de ellas ahí estaban: Lorena, Camino y su marido Antonio, Florencio y  su hijo Donny, David , Manolo y Sebastián, a quienes acompañaba Jalifa uno de los colaboradores y amigos locales de la organización. Ese importante gesto iba a suponer más de ocho meses de arroz suplementario al que el Profesor proveía para esos chicos, junto con el aceite, y habiendo negociado los precios a cara de perro con los  mauritanos que comercian con arroz, supondría un desembolso, el destinado a los chicos en exclusiva,  de cerca de 500 euros que iban a evitar que aquellos muchachos , 57 niños y niñas, pasaran hambre en los próximos 8 meses...62 euros al mes, dos euros diarios...

Unos meses atrás no podía haber imaginado que algo así pudiera suceder.




Las lluvias habían cesado un par de semana atrás, y el resecón de la tierra que empezaba a aflorar había convertido en una auténtica playa de arena los cincuenta metros que separaban la carretera asfaltada del caminito de suave pendiente que traspasando el bosque de mangos nos llevaba a la aldea de Kergalo: no creí que fuera posible cargar un montón de sacos de arroz en el Nissan y salir indemnes del intento de cruzar aquel arenal, así que teníamos que cambiar el plan original de comprar el cargamento previsto por Nakupenda,  y marchar a la aldea para entregarlo, antes de dirigirnos a La Granja para que se acomodaran.

Algunos de los lugareños que en busca de obtener un servicio les habían acompañado hasta donde se encontraba el coche, penetraron tras nosotros en la tienda de los mauritanos a la que conduje a Sebastián mientras le informaba del precio negociado días antes con el dueño del almacenillo: 590 dalasis por saco de arroz.
Yo ya estaba acostumbrado a que para los que se buscaban la vida cada día entre los blancos aterrizados por aquellos lugares, lo usual solía ser imponer el debate sobre su servicio fuera lo que fuese lo que el comprador en cuestión estuviese interesado. Interrumpir cualquier conversación que ocupara a los posibles  clientes e introducir su asunto era la única oportunidad de vender sus servicios antes de que otro cobrara  la pieza en cuestión y así fue como hasta dentro del mismo almacén aquel joven conductor de una de esas “guele-gueles” intentaba convencerme, pues para él estaba claro que estando yo por ahí con esos blancos el asunto pasaba por discutirlo conmigo, que llevar a aquellas personas a Kergalo costaba el triple de la tarifa normal que yo bien conocía, con argumentos de puro lío, cuya técnica gozaba de auténticos maestros entre el personal que por allá rondaba , tratando además de convencerme que  era un precio de amigo. Entre los más sutiles argumentos deslizaba mi proximidad al medio tratando que considerara que de alguna manera mis intereses me obligaban a cambiar de bando: “hoy por ti mañana por mí”, en una velada amenaza que sobraba pues yo ya tenía claro hacía tiempo  que ningún conductor de Barra me había traído, ni me traería jamás,  un solo cliente de los muchos que a menudo preguntaban en aquella población por un alojamiento decente, siendo el mío el único a 100 kilómetros a la redonda con tales características: no tragar con los abusivos precios de aquella versión africana de salteadores de Sierra Morena con los que intentaban sorprender al desinformado viajero tenía un coste que yo habría de pagar.

Recostado de espalda sobre una columna de  sacos en la tienda del mauritano, Sebastián asistía impertérrito a aquella discusión  que , dado el poco espacio que nos dejaban  los sacos de arroz, cebollas,  patatas y bidones de aceite que desbordaban  el almacén,  se libraba en un angosto pasillo no más ancho de un metro que no permitía al bando contrario desplegar un frente abierto en un movimiento envolvente por las alas mientras se amontonaban los unos tras los otros, el que luchaba por la pieza  en primera línea y sus asistentes , los que esperan una segunda oportunidad cuando el anterior se batiera en retirada mientras trataban de ajustar en silencio una oferta más aceptable o unos argumentos diferentes cuando tuvieran la oportunidad de entrar en liza y el grupo de curiosos siempre presentes, jaleadores divertidos, que iban metiendo baza según les venía en gana, deporte de calle, melé de broncas de palabras que  tanto les entretenían dando color a ese combate por la vida que para ellos discurría entre las cuerdas de un cuadrilátero y donde como era normal en África las lindes de las cosas solo servían para ser traspasadas con lo que la lona era invadida en tropel por espectadores, transeúntes que se mezclaban en la pelea, fotógrafos , cámaras, señoras con sus bebe en la espalda o colgados del pecho que los amamantaba y  que  hacían un paradita para presenciar el espectáculo. Variopinta  humanidad en donde la hermandad de sangre era la ley no escrita a la que todos se sometían, “hoy por ti mañana por mí”, solidaridad de cazadores. .

Dado el calor sofocante que reinaba en el garito nos iba envolviendo a todos de un tufo a humanidad doliente, mientras  subía amenazadoramente de tono entre uno que veía cada vez más difícil hincarle el diente a ese grupo y otro cada vez más cabreado con la osadía del primer contrincante aspirante a dar la cuchillada.

Hubo que zanjar la cuestión saliendo al exterior en busca de otra alternativa pues mientras la cosa se librara en aquel pasillo entre montañas de sacos y estando cubierta el lado de la entrada al almacén por el  chofer y su banda, aquello podía durar rato, dado como están dotados nuestros vecinos de una obstinación con poco límite en estas ocasiones y para estos asuntos,  de manera que a campo abierto y dando por acabada la discusión, le anuncié a Sebastián que iba a la explanada donde se amontonaban las furgonetas, buscando siempre como era conveniente la posibilidad de decirle a aquel con el que discutiera que me marchaba a darle el viaje a cualquiera de los muchos que por allá se recostaban aburridos sobre sus asientos. Mientras me daba la vuelta oí como Sebastián me dijo:  

-“Si quieres te presto los guantes de boxeo..”
-“no hace falta, que ya los llevo puestos..” le contesté mientras me iba a cerrar un mejor trato.

Al poco rato una furgoneta dispuesta a cobrar el precio de tarifa embarcaba a aquellos amigos mientras yo me preguntaba cómo les cuadraría encajar aquella escena con la supuesta imagen que debían haberse hecho de un tipo que se había parado un día a echar una mano a unos niños con problemas, mientras trataba con tanta dureza a unos hombres que seguramente envueltos en no pocos problemas trataban de ganarse la vida lo mejor posible.

No sabía si Sebastián lo habría entendido en aquella frase colada con intención en alguno de mis correos. Y es que para mí en una tierra donde las injusticias, bien es cierto, las dificultades y los propios atavismos habían deslizado a todas las capas de la población a una lucha sin moral por la existencia y a la corrupción generalizada, como le dije en aquel correo, en una tierra tan sobrada de miserias y no solo materiales “solo los niños son inocentes”.

Mientras arrancaba la comitiva , ya instalada en los coches y con los primeros sacos cargados, observé a los mauritanos envueltos en sus chilabas azules o blancas, sentados a las puertas de sus almacenes que parsimoniosamente realizaban el ritual mil veces repetido de sacarle espuma y templar el gusto vertiendo el té verde de vasito en vasito y que   contemplaban estas cosas de los africanos como quien mira en la televisión un programa eternamente repetido.



Llevaríamos tan solo los sacos que no eran destinados a los chavales y en días posteriores trasladaría a La Granja, en varias tandas, los destinados a los chicos y que en entregas de cinco kilos habría yo de llevar cada día a la escuela.



Los pueblos de este continente conservan aún un sentido especial de la hospitalidad y de la ceremonia. De lo cual habrían las gentes de Kergalo dar buena cuenta en el recibimiento que les ofrecieron a Nakupenda en torno al mango que cubre de amplia sombra el lugar central  de la aldea, a cuyo alrededor habían dispuestos sillas suficientes para acomodar a los visitantes  así como a las personas principales que representaban a la comunidad: Alcalo, Imam y segundo Imam, el Profesor, los más ancianos de las tribus, Asociación de Mujeres...mientras en algunos  bancos de madera se sentaban muchos otros, todos ellos agradecidos e interesados en  aquellos extranjeros. A un lado del mango,  un grueso grupo de chavales, la mayoría pertenecientes a la Madrasa , sentados muy juntos sobre la arena y vestidos con sus mejores ropas, formaban el anfiteatro que proporcionaba el marco a aquel gran acontecimiento.

De los muchos y largos parlamentos que cada una de las personas principales de aquella comunidad ofrecerían a sus visitantes, y al margen de las reiteradas  muestras verbales de bienvenida y agradecimiento, tan solo habría yo de conservar en el recuerdo dos o tres cosas importantes de las que se dijeron, más allá de la inmensa afabilidad y cortesía con la que nos obsequiaron.

Omar, el representante del Comité de Desarrollo Ciudadano, dirigiéndose a aquellos extranjeros dijo  ” no nos deis dinero, porque si me das 10 dalasis, mañana a la noche me los habré gastado y volveré a estar en la misma situación que ayer. Enseñarnos a cómo ganar esos 10 dalasis...”

Aquel destello luminoso me sorprendió sobremanera.

Al escuchar tal grado de conciencia y acostumbrado así mismo en los últimos años a creerme muy poco de lo que escuchaba cuando las palabras eran dirigidas a los blancos, pensé si en verdad, una vez hubiera implementado el proyecto que para entonces tenía en mente destinado a cubrir de semi sombra la huerta de los muchachos, aquella experiencia sería recogida por los habitantes de la aldea y con ello fructificara más allá de los beneficios inmediatos buscados para mejorar la nutrición y los ingresos de la escuela. El tiempo me lo diría. Y yo estaba dispuesto a esperar para saber...

Los chicos, aquellos chicos sí estaban demostrando con hechos y no con palabras, y mucho más que lo harían en el futuro inmediato, que desde lo profundo de sus carencias estaban empeñados en aprender todo lo que se les pusiera al alcance.

Ajenos , de alguna manera al mundo real, enfrascados en el aprendizaje de cosas que tenían que ver con el espíritu, de alguna manera debían ser conscientes que a diferencia de otros muchachos que o bien iban a la escuela oficial o bien se desenvolvían en las tareas laborales de la familia, ellos carecían , aparentemente, de recursos para luchar por la vida una vez hubieran acabado allá su aprendizaje.

 Tal vez fuera esa conciencia de precariedad, tal vez fuera la permeabilidad que debían de adquirir a base de estar criándose en una comunidad multiétnica, en un grupo fraternal donde se mezclaban mandingas, fulas, sereres,  bambaras..., lejos de los adoctrinamientos familiares, presentes en cada hogar, tendentes a magnificar la supremacía racial y cultural de la tribu a la que pertenecían, frente a las demás, y que tan reacio hace al hombre anclado en el tribalismo y en el racismo a admitir como bueno cualquier cosa que provenga de fuera... o  tal vez fuera la influencia  de ese modesto profesor, que ajeno a cualquier ambición mundanal, llevaba años derrochando generosidad, enseñándoles sin recibir a cambio de nada...Todavía no había llegado a conclusiones en mi reflexión sobre los comportamientos netamente diferenciados que percibía en esa comunidad de muchachos sin padres ni tribu que les educaran , respecto a los que tan evidentes eran en el entorno cultural que los había arrojado hasta aquella explanada. Y ese era un asunto que me intrigaba y mucho...

Las otras dos cosas que me impactaron fueron dichas por el Profesor. Me gustó escuchar , frente a aquel público compuesto mayoritariamente por musulmanes,  el relato de  un hadiz, un dicho del Profeta , que decía:

“es más importante dar de comer a un hambriento que construir mil mezquitas...”.

En tierras del Islam, en donde , por mor de poner la religión al servicio del poder, ella había sido despojada de gran parte de su  contenido ético para magnificar los aspectos exteriores rituales, recordar esas cosas era muy necesario.

Me hubiera gustado completar la aportación del Profesor con  otro dicho del Profeta, que nunca  se enseña.

“Dios ama más una hora de justicia en esta tierra que 70 años de oración, y Dios detesta mucho más una hora de injusticia sobre esta tierra que 70 años desatentos  a la oración”.

 En la mayor parte de la vasta  franja de tierra donde parecía ser se seguía esa religión  hablar de Justicia suena indefectiblemente a cuestionar el poder bajo el cual matrimonia la religión oficial y sus representantes. No era por tanto sorprendente que tal “dicho” fuera mayoritariamente desconocido, pues recodar estas palabras era soltar dinamita, y pensé que a pesar de la fiesta que se prepara en el pueblo ese día no era la ocasión propicia para fuegos artificiales.

Tan solo me había dado una vez el gusto de pronunciar aquel dicho en un lugar especialmente adecuado para ello: fue en el despacho del Jefe de Policía y frente a él,   a tenor de un juicio pendiente contra un conductor de mi camioneta que había intentado destruirla al despedirle por su repetidos robos, y sabedor a través de un  funcionario honesto e indignado que para mi mala suerte esos días y de manera incompresible había sido destinado a otra población,   que  las dilaciones y zancadillas que se estaban produciendo en la instrucción eran debidas a la reciente “visita” al “boss” e influencias de familiares del denunciado. Había decidido visitar a la máxima autoridad con la intención de  hacer valer mis derechos a ese juicio, cuando en medio de la  conversación , el Jefe de Policía con una aparente cordialidad al saberse ante un europeo musulmán,
  me preguntó si “hacía la oración”. Maldita pregunta como si a ello se remitiera el asunto de ser o no ser. Tras contestar a su pregunta le dije que respecto a esa cuestión
 tal vez conociera el dicho del Profeta que antes mencionaba y que le relaté a él parsimoniosa y solemnemente, para entender en donde debía de quedar para nosotros el asunto de la justicia y la oración.

Le debió parecer a aquel hombre que aquello sonaba a insurrección y sin saber qué decir, añadió:
 
-“Sí, pero aquí no se aplica la Sharia, la Ley islámica, sino que nos regimos por el derecho británico”.

Me sorprendió en extremo ver como el inconsciente de aquel hombre había confundido las cosas.
 
-“Disculpe vd, ese dicho no tiene nada que ver con la Sharia que vd menciona ni con el derecho británico, sino con la importancia que un musulmán, y cualquier hombre decente debe dar al asunto del establecimiento de la Justicia, por encima de cualquier otra cosa”.

El Jefe dio por acabada la entrevista con una aparente cordialidad y unas promesas que yo no me creía en absoluto, y sabedor que dejaba tras de mí un enemigo peligroso, como después habría de demostrarme. Al menos , pensé, el petardo se lo he soltado en su despacho.

Y yo, en aquella reunión de bienvenida en Kergalo, opté por guardar en mi zurrón la misma dinamita, remitiéndome en definitiva a señalar lo acertado del nombre de aquella ONG , en suahili “Yo te amo mucho”, pues al fin y al cabo , el Amor era la clave de la Creación y de la Vida y sobre esa piedra angular sobre la que se había construido este mundo antes de que el hombre lo degradara , se encontraban las claves de la vuelta atrás.

  Optando por no mencionar que para que una aspiración  a la justicia pudiera ser perdurable debía estar basada en ese requisito y en el corazón, que no en una formulación puramente intelectual, como la historia reciente del siglo XX nos había demostrado.

El mundo entero y África en particular seguían clamando Justicia. Sin que estuviera claro las claves de cómo hacer eso.

El Profesor vino a acabar su parlamento a la sombra de aquel acogedor mango con una emocionante referencia personal, al comparar lo que estaba recientemente sucediendo en su escuela con el paralelismo de aquel que camina solo demasiado tiempo y agobiado
 por una pesada carga , inesperadamente encuentra la mano amiga de otro caminante que se  ofrece a compartirla con él.

Pensé en la escasez de comida que él podía proporcionarles , en sus años dedicados gratuitamente a la enseñanza, en los padres que habían soltado allá a sus hijos, en la inmensa responsabilidad que ese hombre había asumido y en lo que para él debían suponer aquellos acontecimientos que se estaban desplegando frente a sí.

 Ante aquella declaración del Sheij Yuma Njai, el Profesor, no pude menos que conmoverme y pensar que si  tan solo compartiéramos de vez en cuando la carga de los otros paliaríamos todos  los efectos de la injusticia en esta tierra , y por otra parte habría en un mundo aparentemente satisfecho de todo, menos depresiones, insatisfacciones, angustias, menos  sensaciones de soledad, menos desconcierto ante el hecho de que a pesar de tenerlo todo había algo que ni nosotros ni nuestros terapeutas mentales sabían identificar qué era...clamores del alma desatendida  que reclama el alimento que le es propio, el único que puede satisfacerla.



Fue una jornada intensa y memorable la que, tras los pesados y protocolarios parlamentos,  se desplegaría posteriormente, que tras haber entregado los sacos destinados a las cuatro familias mencionadas y conocer a los muchachos y las condiciones de vida  en las que se desenvolvían, concluyó con una gran reunión donde compartimos arroz africano preparado una vez más en el compaund del Imam. Entre los principales de la comunidad, otros paisanos y paisanas del poblado y los extranjeros, allí estaban también los niños y niñas de la escuela que tras la comida se aprestaron a recibir diferentes regalos que Nakupenda había traído para ellos, como balones hinchables y otras chucherías, entre los que destacaba un montón de camisetas amarillas, donadas creo por un grupo de japoneses, de bonito diseño en donde muy cerquita del corazón, sobresalía en azul un gran  número 94.

Sería días más tarde cuando en una de mis visitas a la explanada que hacía de vivienda y escuela, el Profesor rodeado como siempre de unos cuantos muchachos trató de señalarme algo con la emoción reflejada en un rostro, el cual era  por lo habitual  poco expresivo y reflejaba concentración continuamente, y cuyo mensaje yo no acababa de entender: se refería a las camisetas y al número 94 y me remitía al Corán. Fue todo lo que pude entender.

Más tarde, una vez de vuelta a La Granja me dirigí al Libro en busca del capítulo que llevaba ese número.

Al leerlo comprendí las expresiones dibujadas tanto en el rostro del Sheij así como en los muchachos. Aquel hombre acostumbrado a ver la vida desde una dimensión sagrada y trascendental no pudo menos que intuir que tras aquel repetitivo número colocado sobre los pechos de los chicos se escondía un mensaje. Su intuición, o vete a saber qué es lo que fuera, le llevó  a remitirse allá donde él creía encontrar las respuestas a las cosas evidentes y a las menos evidentes .  Allá bajo el número 94, leyó:

“En el nombre de Dios el Más Misericordioso, el Dispensador de Gracia.

¿No hemos abierto tu pecho, y te hemos liberado de la carga que pesaba sobre tu espalda?

¿Y no te hemos elevado en dignidad?

Y , ciertamente, con cada dificultad viene la facilidad: ¡ realmente, con cada dificultad viene la facilidad ¡

Así pues, cuando te veas libre de pesar, mantente firme, y esfuérzate por complacer a tu Sustentador. “

Cerré los ojos y recordé entonces más vivamente la expresión de aquel hombre mientras trataba de decirme algo horas atrás, y la expresión feliz de los muchachos que asentían con la cabeza: para ellos aquellas camisetas les habían conducido a encontrar la evidencia de una conexión y la respuesta a una promesa largamente esperada. Los años de dificultades soportados con paciencia habían, para ellos, encontrado un final y aquel número les indicaba que los acontecimientos que estaban viviendo iban más allá de la buena suerte o la casualidad.

“Con cada dificultad, viene la facilidad...” pensé para mí. 

Mientras,  me acordaba de los ojos chispeantes de los chavales , de su sonrisa y sus rostros luminosos, mientras asentían con seguridad ante las palabras del Profesor. Y traté de imaginar lo que para ellos debía suponer pensar que una etapa se había cerrado y que ante sí tenían un futuro mejor. El cumplimiento de una promesa.



1 comentario:

Historias de África dijo...

Amigo... leyendo estas lineas siguen viniendome recuerdos maravillosos y enriquecedores de nuestra estancia allí y de lo vivido en kergalo... me quedo anodadado con la "casualidad" de todo lo que engloba el nº 94..Con cada dificultad, viene la facilidad... un abrazo y espero ansioso q vuelvas a escribir. david