Comentaba al unirme a esa iniciativa que a mi juicio la característica más luminosa de esa historia es el carácter espontáneo, colectivo e interactivo de la misma. En donde el acercamiento humano que posibilita el restaurante solidario de la huerta (bendita ocurrencia ¡¡) pone el punto de contacto entre esa comunidad y el viajero en otros parámetros.
Unos parámetros mágicos, un entorno altamente simbólico, en donde las matas de pimientos y tomates, las cañas y los barros de las chabolas, las magras sombras de los pocos árboles que enmarcan una explanada arenosa batida por un sol inmisericorde parece constituir el bagage camuflado de cacharros, pócimas y recetas del taller de un ignoto alquimista, en donde nos sentimos envueltos y apresados sin comprender muy bien, al menos de entrada, de donde vienen y a donde van esas corrientes imperceptibles que nos entornan, pues aquel que llegó como viajero, deja parte de sí mismo, de su corazón, en aquel lugar, y se lleva de allá otras cosas. Hay algo en esa alquimia que a muchos nos cambia, nos atrae, nos droga.
Un intercambio sorprendente, el comienzo tal vez de una mutación, una semilla.
Ciertamente que es noble e imprescindible el impulso que nos aboca a desear y luchar por un mundo más justo. Y en verdad que ese impulso es un sentimiento místico, revolucionario. Pero algo me dice que nunca lo conseguiremos del todo, algo me dice que el sufrimiento de los demás, de nosotros mismos tal vez, está ahí y siempre estará para redimir al hombre de las tendencias y las trampas que le abocan a su deshumanización, para provocar la alquimia que nace de la compasión y muere en el amor que vivifica.
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