miércoles, 26 de mayo de 2010

LOS NIÑOS DE KERRGALLO (LXVI). La sabana espera





Pronto llegarán las lluvias. Y este breve periodo de un mes o tal vez algo menos que las precede tiene su belleza propia  de la cual no  da tiempo a cansarse.

Porque aquí de la seca te cansas al final y de las lluvias también. Demasiado intensos y prolongados ambos periodos, para que a la postre  uno no desee que llegue el relevo.

Después de casi ocho meses de secarral con un sol que  a medida que la estación avanza se convierte en  martillo para ese secano hecho yunque, de pronto, un buen día por ese azul inalcanzable e impertérrito empiezan a colarse pequeñas nubes y el viento rola en dirección al Este tímidamente. Durante meses ha soplado del Noroeste indefectiblemente. Del mar. A piñón fijo. Ahora de vez en cuando la dirección temblequea y se desliza a ratos hacia el sur, avisándonos que cuando sople por Levante las lluvias no tardarán en llegar.

Es el hammertan que se volverá tremendo y peligroso justo antes de que la primera tormenta estalle. Y a partir de ahí cuándo quiera, siempre antes de que el cielo descargue agua a cubos .


Ahora estamos en ese interregno entre la seca y las aguas. El tiempo toca a arrebato y pone en marcha a una población adormecida  bajo un clima que parece hecho para atraparte bajo la sombra de un mango. El campo , la sabana africana, sabana arbolada en esta zona del país, se llena de vida y se pone preciosa. No es la belleza exuberante que vendrá con su reverdecer y esos cielos azules intensos brochados de los blancos,  grises y negros de los grandes cúmulos. No,  es otra cosa. Es la hermosura del despertar. El hombre que ha dado la espalda a una tierra que se le hace difícil la mayor parte del año, vuelve a rondarla, a prepararla, a limpiarla con esmero para ese breve tiempo en que la preñará con la semilla y el agua caída, le sacará lo que pueda y después, como quien se levanta de la mesa tras comer sin limpiarla ni mirar atrás, la dejará esparcida con los restos que no quiere , magro festín  para los animales, vacas,  ovejas y cabras que se convertirán en los buitres de ese breve ordeño, rastrojos con los que habrán de administrase hasta que la vida vuelva a brotar en las próximas lluvias.


 Las cuadrillas de chiquillos, a veces acompañados de adolescentes o algún hombre joven, comienzan a rastrillar los campos, para hacer con los rastrojos de la cosecha anterior hogueras que surgen por todos los lados. El humo barre la sabana y los perfiles de los muchachos de una parte a otra nos dice que el africano después de darle durante siete meses la espalda al campo vuelve a él con energía renovada.

Pintan de marrón la sabana, que durante meses se cubrió del amarillo de las cañas muertas del mijo y el maíz.

 Bajo los rastrojos empieza a aparecer una tierra algo más oscura que se faralea de los rondones negros dejados por  las hogueras y la extensiones arrasadas por el fuego. La sabana abandonada, se cubre de figurillas negras. Piernas estilizadas y escuálidos brazos de los niños africanos mal alimentados sobre los que cuelgan de los hombros camisetas hecha harapos .

Esos niños son la fuerza de trabajo de éstas y de las otras labores del campo que seguirán. Bajo la dirección de los jóvenes y la supervisión del padre de la amplia familia, que se echan al campo en cuanto aparecen los primeros nublados

Han vivido así durante siglos, en una cadencia eterna, un baile siempre interrumpido entre el hombre y la tierra. Como una pareja mal avenida, que no comparte el día a día de todos los días, si no por temporadas.  . Y la tierra que conoce al hombre que solo la busca en la facilidad, parece escamotearle un fruto que merma cada temporada.  Aburrida y monótona explotación de una tierra que le sugiere  que tendría mucho más que darle si se lo montara un poco mejor, y fuera más constante en sus atenciones para con ella. Una faena fácil: rastrillar y quemar, esperar las primeras aguas, arañar la tierra y sembrarla, controlar las primeras malas hierbas y al cabo de tres meses cosechar.


La tierra ata, y el africano de esta parte del continente negro, tal vez de todo él,  no gusta de ataduras, va por libre. La vida no es rutina para él y tras la aparente docilidad y mansedumbre hay un ser indómito.

Pasan los años , y ella cada vez se lo pone más difícil, cada vez le da menos. La tierra fértil y generosa de la sabana de esta parte de África cada vez lo es menos, y cada año le exige al hombre que aumente las hectáreas para alcanzar con más esfuerzo su cota de anual de  miseria.

A la fuerza ahorcan, y se empiezan a cultivar algunas huertecillas, en las zonas donde abundan los palmerales que den algo de sombra con el que sacar a las hortalizas de este corredor de la muerte que es el sol africano.

Son las mujeres las pioneras de estas huertas. Ellas parecen estar más preparadas para la constancia que exige la tierra sembrada planta a planta. Entienden mejor a la madre tierra.

Al hombre de aquí lo que le priva es ese negocio que traen las lluvias: algo rapidito de no más de las  20 jornadas efectivas de trabajo en cuatro meses que comprende el ciclo del cultivo  intensivo y que corre a cargo de la recua de chiquillos y adolescentes que engendra, y a otra cosa mariposa, o al mismo mango.

La mujer va  encontrado en la huerta su modo de vida autónomo, que combina con el pequeño comercio de sus frutos que comparte con las hijas. 

La independencia económica de la mujer en este rincón noroccidental  de África está basada en  que el fruto de su trabajo es para ella, sin que el marido tenga derecho a disponer , y , si lo desea,  para colaborar con el hombre en el sostenimiento alimentario de la prole. Pero es a él a quien compete el sostenimiento de la familia: el saco de arroz o mijo, el “fish money” de cada día, y poco más. Ancestral separación de bienes que dota a la mujer de un especial dinamismo y autonomía. Ella trabaja las pequeñas huertas, compra y vende en el mercado, por las calles. Ocupa la calle y el mercado, mientras el hombre regenta las tiendas. Basta observarlas en la bulliciosa población de Barra para comprender las consecuencias de esta ancestral separación de bienes. 



Por eso y otras cosas más, para las chicas africanas, el ser desposadas es el inicio de su vida en libertad: mientras viven bajo la cabaña paterna carecen de derechos, como los hijos varones,  siendo todos ellos la fuerza de trabajo para el sostenimiento de la gran familia africana. En el momento de casarse ella accederá a través de sus trabajos a su  independencia económica si es que puede o quiere desarrollar algún tipo de actividad que le de unos ingresos, mientras pare los hijos que le darán poder y prestigio frente al marido. Dinero de bolsillo, que irá en gran medida a parar a los vestidos y abalorios que tanto gustan las mujeres de aquí.

La sabana y el hombre siguen cada uno, sin llegar a separase, su propio camino en paralelo. Ella va a la suya, aunque  le de por temporadas lo que el hombre le pide.

La sabana se prepara y se pone bonita. Pronto llegarán las lluvias y con ellas la tierra volverá a reventar de esplendor y poderío, para mostrarle de sopetón a ese hombre minúsculo que ahora se levanta de la sombra donde pace y corretea por los campos, a ese hombre que gusta de los meneos rapidillos y facilones , lo que podría darle si se la tomara más en serio.

Pronto llegarán las lluvias...

4 comentarios:

Lolojuan dijo...

Un placer poder paladear esta narrativa -propia del realismo mágico- que refresca al urbanita casi tanto como las lluvias que están anunciándose.

¿Es cosa mía o en décimo párrafo has dejado mucho de tí?
Felicidades por la prosa con contenido.

Ahmed dijo...

Querido lolo, no sé si es como lo dices, pero en todo caso tus palabras nos hacen recordar que la realidad no es todo lo que percibimos con los elementos que el racionalismo nos ha pretendido validar como únicos. Ni el tiempo lineal, ni el espacio tan solo horizontal. Ni el mundo material como contrapuesto a otro inmaterial. Toda la realidad está compuesta de esos dos planos , al menos dos, en diferentes grados. La Realidad es indefectiblemente mágica, solo en nosotros están los velos que en mayor o menor medida nos impiden penetrarla.

¿Qué no hay en los otros que no tenga mucho del nosotros? ¿Qué no hay en mí que no tenga mucho de tí?

Lluís dijo...

Bellas palabras para definir la llegada de la nueva estación.
La añoranza me transporta a la esplanada cada vez que leo una nueva entrada.
Gracias por compartirlo con nosostros.

Flor dijo...

Querido Gustavo,
hablanos de las lluvias.
Yo imagino que ha de ser una estación llena de belleza, de riqueza, de mucha vida. ¿es así?